Y es que, donde las personas adultas no somos capaces de ver
más que una gran rama de árbol caída llena de ramitas más pequeñas que, por
supuesto, van a clavarse y pincharse en los sitios, por descontado, más
delicados y peligrosos de sus cuerpos, ell@s, l@s niñ@s, son capaces de ver un
mundo lleno de posibilidades a su alcance. Y así ha sido. Había quien veía una
jungla, pero también quien ha visto una cabaña, un bosque lleno de animales,
una casa en un árbol, … Pero tod@s tenían un factor común. Sus caras. Nunca
antes había visto sus caras mostrar más entusiasmo, más ilusión, más alegría, más
curiosidad…. Todas esas cosas que “algunos dicen” que son tan necesarias para
aprender (a cualquier edad por supuesto) y adquirir las archiconocidas “competencias”
que les acompañarán a lo largo de su vida y les ayudarán a formarse
integralmente como ciudadanos miembros de una sociedad.
Pero claro, l@s adult@s de hoy no estamos dispuestos a
dejarles correr “tantos riesgos”. Aunque después seguro se nos llenará la boca una
y otra vez, cada vez que revivan los recuerdos de esos niñ@s que fuimos en el
pasado, y entonces, posiblemente nos atrevamos a pronunciar de nuevo esa frase
que dice “cuando yo era pequeñ@...”. Y
así, apenas sin darnos cuenta nos vamos haciendo mayores, añorando más esa
infancia llena de peligros que pasó, pero que se nos olvida cuando de nuestr@s
niñ@s se trata. Y obviamos la responsabilidad que tenemos hacia ellos de
permitirles vivir sus propios peligros, para poder así convertirse en adultos autónomos
y responsables.
Y entre todo este revoltijo, nos encontramos algunas maestras
medio locas, que decidimos jugarnos el tipo (ese que ya nos importa poco) intentando
ser fieles a nuestros principios y, por ende, les dejaremos jugar en ese
“colejungla”, confiando en su ingenua promesa de que tendrán cuidado porque son
muy mayores y no van a hacer nada malo. Todo con un único objetivo: devolverles
su infancia, esa misma que hace tiempo disfrutamos nosotr@s. Esa en la que
jugábamos en el patio del colegio con otro@s niñ@s, sin el ojo vigilante de los
adultos sobrevolando constantemente nuestras cabezas. Esa en la que las
piedras, los palos, los árboles, la tierra, eran nuestros mejores aliados. Esa
en la que los elásticos, las cuerdas y pelotas eran el último grito en tecnología. Esa que tanto ha contribuido a convertirnos
en los adultos “competentes” que ahora somos. Por eso quiero gritar a los
cuatro vientos “Qué vivan los colejunglas”, esos donde se permite al alumnado a
aprender y crecer feliz.
Por Natividad Molina
Jiménez